viernes, 25 de noviembre de 2011

EL SASTRECILLO VALIENTE



Una mañana de primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a su mesa, al lado de la ventana. Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en esto, una campesina pasaba por la calle pregonando su mercancía:

-¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!

Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por la ventana y llamó a la vendedora:

-¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!

Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo con su pesada cesta a cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para enseñárselos al sastre. Éste los miraba y los volvía a mirar uno por uno, metiendo en ellos las narices; por fin, dijo:

-La mermelada me parece buena, así que pésame dos onzas, buena mujer, y si llegas al cuarto de libra, no vamos a discutir por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó malhumorada y refunfuñando:

-¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me dé salud y fuerza!

Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de mermelada.

-Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminaré este jubón.

Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía por la habitación, hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran número; éstas, sintiéndose atraídas por el olor, se lanzaron sobre el pan como un verdadero enjambre.

-¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes.

Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la paciencia; irritado, cogió un trapo y, al grito de: «¡Esperad, que ya os daré!», descargó sin compasión sobre ellas un golpe tras otro. Al retirar el trapo y contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.

-¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene que saberlo toda la ciudad.

Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras: «¡Siete de un golpe!»

-¡Qué digo la ciudad! -añadió-; ¡el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y su corazón palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.

Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero sólo encontró un queso viejo, que se metió en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el paisaje. El sastrecillo se le acercó con atrevimiento y le dijo:

-¡Buenos días, camarada! ¿Qué tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no? Hacia él voy yo precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?

El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:

-¡Quítate de mi vista, imbécil! ¡Miserable criatura...!

-¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón-; ¡aquí puedes leer qué clase de hombre soy!

El gigante leyó: «Siete de un golpe» y, pensando que se trataba de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba: agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!

-¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecillo. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.

-Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.

-Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás.

Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de verse libre, se elevó por los aires y se perdió de vista.

-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.

-Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre.

Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo:

-Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

-Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré de la copa, que es lo más pesado .

En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento allí detrás y se puso a tararear la canción: «Tres sastres cabalgaban a la ciudad», como si el cargar árboles fuese un juego de niños.

El gigante, después de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:

-¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa, donde cuelgan las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol y, en cuanto lo soltó el gigante, volvió a enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:

-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?

-No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecillo se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra cueva y pasa la noche con nosotros.

El sastrecillo aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego; cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecillo miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller».

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón.

A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente saltarín. A la mañana siguiente, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecillo, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron venir hacia ellos tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar y, creyendo que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

El sastrecillo prosiguió su camino, siempre a la buena de Dios. Tras mucho caminar, llegó al jardín del palacio real y, como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras dormía, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron de arriba a abajo y leyeron en el cinturón: «Siete de un golpe».

-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que, en modo alguno, debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció junto al durmiente y, cuando vio que abría los ojos y despertaba, le comunicó la propuesta del rey.

-Precisamente por eso he venido aquí -respondió el sastrecillo-. Estoy dispuesto a servir al rey.

Así que lo recibieron con todos los honores y le prepararon una residencia especial para él.

Pero los soldados del rey estaban molestos con él y deseaban verlo a mil leguas de distancia.

-¿Qué ocurrirá? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y nos ataca, a cada golpe derribará a siete. Eso no lo resistiremos.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.

-No estamos preparados -le dijeron- para estar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder a todos sus fieles servidores. Se lamentaba de haber visto al sastrecillo y, gustosamente, se habría desembarazado de él; pero no se atrevía a hacerlo, por miedo a que lo matara junto a todos los suyos y luego ocupase el trono. Estuvo pensándolo largamente hasta que, por fin, encontró una solución. Mandó decir al sastrecillo que, siendo tan poderoso guerrero, tenía una propuesta que hacerle: en un bosque del reino vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si él lograba vencer y exterminar a estos dos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como dote nupcial; además, cien jinetes lo acompañarían y le prestarían su ayuda.

«¡No está mal para un hombre como tú!» -se dijo el sastrecillo-. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días».

-Claro que acepto -respondió-. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no necesito a los cien jinetes. El que derriba a siete de un solo golpe no tiene por qué asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecillo se puso en marcha, seguido por los cien jinetes. Al llegar al lindero del bosque, dijo a sus acompañantes:

-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar por todas partes. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes: estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecillo, ni corto ni perezoso, se llenó los bolsillos de piedras y trepó al árbol. Antes de llegar a la copa se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes; entonces fue tirando a uno de los gigantes una piedra tras otra, apuntándole al pecho. El gigante, al principio, no sintió nada, pero finalmente reaccionó dando un empujón a su compañero y diciéndole:

-¿Por qué me pegas?

-Estás soñando -dijo el otro-; yo no te estoy pegando.

De nuevo se volvieron a dormir y, entonces, el sastrecillo le tiró una piedra al otro.

-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?

-No te he tirado ninguna piedra -refunfuñó el primero.

Aún estuvieron discutiendo un buen rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y volvieron a cerrar los ojos. El sastrecillo siguió con su peligroso juego. Esta vez, eligiendo la piedra más grande, se la tiró con toda su fuerza al primer gigante, dándole en todo el pecho.

-¡Esto ya es demasiado! -gritó furioso el gigante. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo temblar. El otro le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron golpeándose con ellos hasta que ambos cayeron muertos al mismo tiempo. Entonces bajó del árbol el sastrecillo.

-Es una suerte que no hayan arrancado el árbol en que me encontraba -se dijo-, pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla; menos mal que soy ágil.

Y, desenvainando la espada, asestó unos buenos tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se fue a ver a los jinetes y les dijo:

-Se acabaron los gigantes, aunque debo reconocer que ha sido un trabajo verdaderamente duro: desesperados, se pusieron a arrancar árboles para defenderse; pero, cuando se tiene enfrente a alguien como yo, que mata a siete de un golpe, no hay nada que valga.

-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.

-No piensen tal cosa -dijo el sastrecillo-; no me tocaron ni un pelo.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

El sastrecillo se presentó al rey para exigirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.

-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. En el bosque se encuentra un unicornio que hace grandes estragos y debes capturarlo primero.

-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecillo- Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus escoltas que lo esperasen fuera. No tuvo que buscar mucho: el unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a atravesarlo con su único cuerno sin ningún tipo de contemplaciones.

-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecillo.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con toda su fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente que, por más que lo intentó, ya no pudo sacarlo y quedó aprisionado.

-¡Ya cayó el pajarillo! -dijo el sastre.

Y saliendo de detrás del árbol, ató la cuerda al cuello del unicornio y cortó el cuerno de un hachazo; cogió al animal y se lo presentó al rey.

Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo: antes de que la boda se celebrase, el sastrecillo tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.

-¡No faltaba más! -dijo el sastrecillo-. ¡Si es un juego de niños!

Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse a él de nuevo. Tan pronto vio al sastrecillo, el jabalí se lanzó sobre él con sus afilados colmillos echando espuma por la boca. A punto de alcanzarlo, el ágil héroe huyó a todo correr en dirección hacia una ermita que estaba en las cercanías; entró en ella y, de un salto, pudo salir por la ventana del fondo. El jabalí había entrado tras él en la ermita; pero ya el sastrecillo había dado la vuelta y le cerró la puerta de un golpe, con lo que el enfurecido animal quedó apresado, pues era demasiado torpe y pesado como para saltar por la ventana. El sastrecillo se apresuró a llamar a los cazadores, para que contemplasen al animal en su prisión.

El rey, acabadas todas sus tretas, tuvo que cumplir su promesa y le dio al sastrecillo la mano de su hija y la mitad de su reino, celebrándose la boda con gran esplendor, aunque con no demasiada alegría. Y así fue como se convirtió en todo un rey el sastrecillo valiente.

Pasado algún tiempo, la joven reina oyó a su esposo hablar en sueños:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las orejas con la vara de medir.

Entonces la joven se dio cuenta de la baja condición social de su esposo, yéndose a quejar a su padre a la mañana siguiente, rogándole que la liberase de un hombre que no era más que un pobre sastre. El rey la consoló y le dijo:

-Deja abierta esta noche la puerta de tu habitación, que mis servidores entrarán en ella cuando tu marido se haya dormido; lo secuestrarán y lo conducirán en un barco a tierras lejanas.

La mujer quedó complacida con esto, pero el fiel escudero del rey, que oyó la conversación, comunicó estas nuevas a su señor.

-Tengo que acabar con esto -dijo el sastrecillo.

Cuando llegó la noche se fue a la cama con su mujer como de costumbre; la esposa, al creer que su marido ya dormía, se levantó para abrir la puerta del dormitorio, volviéndose a acostar después. Entonces el sastrecillo, fingiendo que dormía, empezó a dar voces:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las orejas con la vara de medir. He derribado a siete de un solo golpe, he matado a dos gigantes, he cazado a un unicornio y a un jabalí. ¿Crees acaso que voy a temer a los que están esperando frente a mi dormitorio?

Los criados, al oir estas palabras, salieron huyendo como alma que lleva el diablo y nunca jamás se les volvería a ocurrir el acercarse al sastrecillo.

Y así, el joven sastre siguió siendo rey durante toda su vida.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito mi vida.

viernes, 6 de mayo de 2011

LA LECHERA



     Erase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en una granja rodeada de animales, vivía una joven llamada María. Una mañana de verano se despertó antes de lo acostumbrado. - ¡Felicidades, María! - le dijo su madre -. Espero que hoy las vacas den mucha leche porque luego irás a venderla al pueblo y todo el dinero que te den por ella será para ti. Ese será mi regalo de cumpleaños. ¡Aquello sí que era una sorpresa! ¡Con razón pensaba María que algo bueno iba a pasarle! Ella que nunca había tenido dinero, iba a ser la dueña de todo lo que le dieran por la leche. ¡Y por si fuera poco, parecía que las vacas se habían puesto también de acuerdo en felicitarla, porque aquel día daban más leche que nunca! Cuando tuvo un cántaro grande lleno hasta arriba de rica leche, la lechera se puso en camino. Había empezado a calcular lo que le darían por la leche cuando oyó un carro del que tiraba un borriquillo. En él otra joven, Lucia, iba hacia el pueblo para vender sus verduras. -¿Quieres venir conmigo en el carro? - le preguntó. - Muchas gracias, pero no subiré al carro porque con los baches la leche puede derramarse y hoy todo lo que gane será para mí. -¡Vaya suerte! - exclamó Lucía -. Seguro que ya sabes en lo que te lo vas a gastar. Cuando se fue Lucía, María se puso a pensar en las cosas que podría comprarse con el dinero que sacaría con la venta de la leche. Ya sé lo que voy a comprar: ¡una cesta llena de huevos! Esperaré a que salgan los pollitos, los cuidaré y los alimentaré muy bien. Y cuando crezcan se convertirán en hermosos gallos y gallinas. María se imaginaba ya las gallinas crecidas y hermosas y siguió pensando qué haría después. Entonces iré a venderlas al mercado y con el dinero que gane compraré un cerdito, le daré muy bien de comer y todo el mundo querrá comprarme el cerdo, así cuando lo venda, con el dinero que saque, me compraré una ternera que dé mucha leche. ¡Qué maravilla! Será como si todos los días fuera mi cumpleaños y tuviera dinero para gastar. Ya se imaginaba María vendiendo su leche en el mercado y comprándose vestidos, zapatos y otras cosas. Estaba tan contenta con sus fantasías que tropezó, sin darse cuenta, con una rama que había en el suelo y el cántaro se rompió con lo que toda la leche se derramó. - ¡Adiós a mis pollitos, a mis gallinas, a mi cerdito y a mi ternera! ¡Adiós a mis sueños de tener una granja! No sólo he perdido la leche sino que el cántaro se ha roto. ¿Qué le voy a decir a mi madre? ¡Todo esto me está bien empleado por ser tan fantasiosa! Cuando regresó a la granja le contó a su madre lo que había pasado. Su madre era una madre muy comprensiva y le dijo: - No te preocupes, hija, la imaginación que tienes es buena mientras también prestes mucha atención en todo lo que haces. No puedes ir soñando mientras caminas porque ya has visto lo que te puede suceder.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito mi vida.

sábado, 12 de marzo de 2011

EL REY MIDAS


Érase una vez un rey muy rico cuyo nombre era Midas. Tenía más oro que nadie en todo el mundo, pero a pesar de eso no le parecía suficiente. Nunca se alegraba tanto como cuando obtenía más y más oro para sumar en sus arcas. Lo almacenaba en las grandes bóvedas subterráneas de su palacio y pasaba muchas horas del día contándolo una y otra vez.Midas tenía una hija llamada Caléndula. La amaba con devoción, y decía: "Será la princesa más rica del mundo". Pero la pequeña Caléndula no daba importancia a su fortuna. Amaba su jardín, sus flores y el brillo del sol más que todas las riquezas de su padre. Era una niña muy solitaria, pues su padre siempre estaba buscando nuevas maneras de conseguir oro, y contando el que tenía, así que rara vez le contaba cuentos o salía a pasear con ella, como deberían hacer todos los padres.Un día el rey Midas estaba en su sala del tesoro. Había echado la llave a las gruesas puertas y había abierto sus grandes cofres de oro. Lo apilaba sobre mesa y lo tocaba con adoración. Lo dejaba escurrir entre los dedos y sonreía al oír el tintineo, como si fuera una dulce música. De pronto una sombra cayó sobre la pila del oro. Al volverse, el rey vio a un sonriente desconocido de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó. ¡Estaba seguro de haber cerrado bien la puerta! ¡Su tesoro no estaba seguro! Pero el desconocido se limitaba a sonreír.- Tienes mucho oro, rey Midas -dijo. - Sí -respondió el rey-, pero es muy poco comparado con todo el oro que hay en el mundo.- ¿Qué? ¿No estás satisfecho?-preguntó el desconocido. - ¿Satisfecho? -exclamó el rey-. Claro que no. Paso muchas noches en vela planeando nuevos modos de obtener más oro. Ojalá todo lo que tocara se transformara en oro.- ¿De veras deseas eso, rey Midas?. - Claro que sí. Nada me haría más feliz.- Entonces se cumplirá tu deseo. Mañana por la mañana, cuando los primeros rayos del sol entren por tu ventana, tendrás el toque de oro.Apenas hubo dicho estas palabras, el desconocido desapareció. El rey Midas se frotó los ojos. "Debo haber soñado -se dijo- , pero qué feliz sería si eso fuera cierto". A la mañana siguiente el rey Midas despertó cuando las primeras luces aclararon el cielo. Extendió la mano y tocó las mantas. Nada sucedió. "Sabía que no podía ser cierto", suspiró. En ese momento los primeros rayos del sol entraron por la ventana. Las mantas donde el rey Midas apoyaba la mano se convirtieron en oro puro. -¡Es verdad! -exclamó con regocijo-. ¡Es verdad!Se levantó y corrió por la habitación tocándolo todo. Su bata, sus pantuflas, los muebles, todo se convirtió en oro. Miró por la ventana, hacia el jardín de Caléndula. "Le daré una grata sorpresa", pensó. Bajó al jardín, tocando todas las flores de Caléndula y transformándolas en oro. "Ella estará muy complacida", se dijo.Regresó a su habitación para esperar el desayuno, y recogió el libro que leía la noche anterior, pero en cuanto lo tocó se convirtió en oro macizo. "Ahora no puedo leer -dijo-, pero desde luego es mucho mejor que sea de oro". Un criado entró con el desayuno del rey. "Qué bien luce -dijo-. Ante todo quiero ese melocotón rojo y maduro." Tomó el melocotón con la mano, pero antes que pudiera saborearlo se había convertido en una pepita de oro. El rey Midas lo dejó en la bandeja. "Es precioso, pero no puedo comerlo", se lamentó. Levantó un panecillo, pero también se convirtió en oro. En ese momento se abrió la puerta y entró la pequeña Caléndula. Sollozaba amargamente, y traía en la mano una de sus rosas.-¿Qué sucede, hijita?, preguntó el rey. -¡Oh, padre! ¡Mira lo que ha pasado con mis rosas! ¡Están feas y rígidas!. -Pues son rosas de oro, niña. ¿No te parecen más bellas que antes?. -No -gimió la niña-, no tienen ese dulce olor. No crecerán más. Me gustan las rosas vivas. -No importa -dijo el rey-, ahora toma tu desayuno. Pero Caléndula notó que su padre no comía y que estaba muy triste. -¿Qué sucede, querido padre?", preguntó, acercándose. Le echó los brazos al cuello y él la besó, pero de pronto el rey gritó de espanto y angustia. En cuanto la tocó, el adorable rostro de Caléndula se convirtió en oro reluciente. Sus ojos no veían, sus labios no podían besarlo, sus bracitos no podían estrecharlo. Ya no era una hija risueña y cariñosa, sino una pequeña estatua de oro. El rey Midas agachó la cabeza, rompiendo a llorar. -¿Eres feliz, rey Midas?, dijo una voz. Al volverse, Midas vio al desconocido. -¡Feliz! ¿Cómo puedes preguntármelo? ¡Soy el hombre más desdichado de este mundo!, dijo el rey. -Tienes el toque de oro -replicó el desconocido-. ¿No es suficiente?El rey Midas no alzó la cabeza ni respondió. -¿Qué prefieres, comida y un vaso de agua fría o estas pepitas de oro?El rey Midas no pudo responder. -¿Qué prefieres, oh rey, esa pequeña estatua de oro, o una niña vivaracha y cariñosa? -Oh, devuélveme a mi pequeña Caléndula y te daré todo el oro que tengo -dijo el rey-. He perdido todo lo que tenía de valioso.-Eres más sabio que ayer, rey Midas -dijo el desconocido-. Zambúllete en el río que corre al pie de tu jardín, luego recoge un poco de agua y arrójala sobre aquello que quieras volver a su antigua forma. El rey Midas se levantó y corrió al río. Se zambulló, llenó una jarra de agua y regresó deprisa al palacio. Roció con agua a Caléndula y devolvió el color a sus mejillas. La niña abrió los ojos azules. Con un grito de alegría, el rey Midas la tomó en sus brazos. Nunca más el rey Midas se interesó en otro oro que no fuera el oro de la luz del sol, o el oro del cabello de la pequeña Caléndula.

Y Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito mi vida.

jueves, 10 de marzo de 2011

LOS CISNES SALVAJES

 
Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Todos los hermanos se querían mucho y estaban muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio."Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.La reina empezó a mentirle al rey para predisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.-¡Fuera de aquí! -gritó-. No os quiero volver a ver nunca más.Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.-Olvídate de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida. -Ven, preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:-Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina.Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le restregó barro en la cara de la muchacha y le enmarañó el cabello.Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.-¡Esta no es mi hija! -exclamó el rey. -¡Padre, soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.-Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.-¡Llévensela! -ordenó el rey.Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello. En ese momento, una vieja mujer se le acercó.-¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.-No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza -respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.-¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.-De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el mayor de los hermanos.-Encontraré la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.-Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.-Eso no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido. En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.-¿Qué haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva."Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me verán."Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió. -¿Tú quien eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.-Quietos -dijo una voz. Era un joven rey.-¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír. -Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.Cuando ya estaban en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey.Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo. -Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.-Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, indiferente a su presencia, Elisa pensando únicamente en las camisas de sus hermanos recogió las ortigas que necesitaba.El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey: -Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo.El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.-No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.Elisa fue acusada de brujería.-Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba: -¡Quemen a la bruja!De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa. Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes.Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.-¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio.El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey.La multitud gritaba alborozada: -¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián. -¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.-No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.

Y Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito mi vida.

miércoles, 9 de marzo de 2011

LA PRINCESA Y EL GUISANTE


     Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero tenía que ser con una princesa de verdad.Recorrió el mundo entero, y aunque en todas partes encontró princesas, siempre acababa descubriendo en ellas algo que no acababa de gustarle. De ninguna se hubiera podido asegurar con certeza que fuera una verdadera princesa; siempre aparecía algún detalle que no era como es debido. El príncipe regresó, pues, a su país, desconsolado por no haber podido encontrar una princesa verdadera.Una noche se desencadenó una terrible tempestad: relámpagos, truenos y una lluvia torrencial. ¡Era espantoso! Alguien llamó a la puerta de palacio y la anciana reina fue a abrir.Era una princesa quien aguardaba ante la puerta. Pero, ¡Dios mío!, ¡Qué aspecto ofrecía con la lluvia y el mal tiempo! El agua chorreaba por sus cabellos y caía sobre sus ropas, le entraba por la punta de los zapatos y le salía por los talones. Y sin embargo, ¡pretendía ser una princesa verdadera!"Bien, ya lo veremos", pensó la vieja reina, y sin decir palabra se dirigió a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y colocó un guisante en su fondo; puso después veinte colchones sobre él y añadió todavía otros veinte edredones de plumas de pato.Allí dormiría la princesa aquella noche.A la mañana siguiente, le preguntaron qué tal había descansado.- ¡Oh, terriblemente mal!- respondió la princesa-. Casi no he pegado ojo en toda la noche. ¡Dios sabe qué habría en esa cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!Así se pudo comprobar que se trataba de una princesa de verdad, porque a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones de pluma, había sentido la molestia de un guisante. Sólo una verdadera princesa podía tener la piel tan delicada.El príncipe, sabiendo ya que se trataba de una princesa de verdad, la tomó por esposa el guisante fue trasladado al Museo del Palacio, donde todavía puede contemplarse, a no ser que alguien se lo haya llevado.

Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito Mi Vida.

sábado, 19 de febrero de 2011

RICITOS DE ORO


     Érase una vez una pequeña niña de dorados cabellos. Tan bonita era su cabellera y tan rubios sus tirabuzones que todos la llamaban Ricitos de Oro. A la pequeña le encantaba jugar en el bosque, pero sus padres siempre la advertían que no se adentrara demasiado en él, pues no se sabía qué peligros podría encontrarse yendo sola. Sin embargo un día, tan entretenida estaba jugando, que no se dio cuenta de que se alejaba más de la cuenta.Anduvo y anduvo y encontró una pequeña casita. Entró sin llamar a la puerta y encontró la mesa puesta con tres platos de sopa. 

     Ni corta ni perezosa probó del más grande: - ¡Qué caliente está! - A continuación tomó un poco de sopa del plato mediano: - ¡Éste está demasiado frío! - Y después probó el pequeño, y como estaba a su gusto, se lo comió todo.Después se dirigió hacia las tres sillas que había alrededor de la cálida chimenea, pues se sentía algo soñolienta. Tras sentarse en la más grande, la encontró demasiado dura. La silla mediana le pareció extremadamente blanda para su gusto y cuando se acomodó en la silla más pequeña, le pareció muy confortable.Pero la silla pequeña no pudo soportar el peso de Ricitos de Oro y con un fuerte sonido se rompió, dejando caer a la pequeña al suelo. Como aún estaba cansada, la niña se dirigió al piso superior de la cabaña y allí encontró una acogedora alcoba con tres camas: - Dormiré aquí una siesta antes de volver a casa - Dijo para sus adentros sin pensar ni por un momento que sus padres podrían estar preocupados por la tardanza.A Ricitos de oro le encantaron aquellas camitas, cubiertas por confortables edredones. Se acostó primero en la cama más grande, pero era demasiado alta para ella. La segunda cama que probó era la mediana, pero le parecía que estaba muy baja y cerca del suelo y tampoco le gustó. Al tenderse sobre la tercera cama, la más pequeña, se sintió muy a gusto y pronto el sueño la venció, quedándose allí dormida.

     Papá Oso, Mamá oso y el pequeño osito habían salido a dar un paseo mientras se enfriaba la comida, y al volver a su cabaña en el bosque, el padre oso exclamó: - ¡Alguien ha probado mi sopa! - ¡Y alguien ha probado también la mía! - Añadió la osa. - ¡Y alguien, - gimió el pequeño oso - ha probado la mía y se la ha comido toda!Su sorpresa aumentó cuando fueron a sentarse en sus sillas: - ¡Alguien se ha sentado en mi silla! - Dijo papá oso un poco enfadado. - ¡También se ha sentado en la mía! - Mamá osa no estaba muy contenta. - ¡Y además, se ha sentado en la mía y la ha roto! - Exclamó el pequeño osito, esta vez llorando.- Vamos a dormir y mañana arreglaremos tu silla. - Tranquilizó papá oso al osito. Pero cuando subieron las escaleras, no podían dar crédito a sus ojos: - ¡Alguien ha deshecho mi cama! - Rugió papá oso. - ¡Y alguien se ha metido en la mía también! - Gruñó mamá oso. - ¡Hay alguien que se ha metido en mi camita y sigue durmiendo aquí! - Gritó el osito.Ricitos de Oro había creído en sueños que la voz de papá oso era un trueno. Cuando habló mamá osa, la pequeña soñó con el agua de una cascada, pero la voz aguda del osito la despertó y al ver a los tres osos delante de ella, se asustó tanto que echó a correr hacia el bosque y no paró hasta llegar a su casa. 

     Desde aquel día, Ricitos de Oro pide permiso antes de entrar en casas ajenas y los tres osos se ríen de ella cada vez que se acuerdan 

Y Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.


Que sueñes bonito mi vida.

miércoles, 2 de febrero de 2011

PEDRO Y EL LOBO


Érase una vez un pequeño pastor que se pasaba la mayor parte de su tiempo paseando y cuidando de sus ovejas en el campo de un pueblito. Todas las mañanas, muy tempranito, hacía siempre lo mismo. Salía a la pradera con su rebaño, y así pasaba su tiempo. Muchas veces, mientras veía pastar a sus ovejas, él pensaba en las cosas que podía hacer para divertirse.

Como muchas veces se aburría, un día, mientras descansaba debajo de un árbol, tuvo una idea. Decidió que pasaría un buen rato divirtiéndose a costa de la gente del pueblo que vivía por allí cerca. Se acercó y empezó a gritar:

- ¡Socorro, el lobo! ¡Qué viene el lobo!

La gente del pueblo cogió lo que tenía a mano, y se fue a auxiliar al pobre pastorcito que pedía auxilio, pero cuando llegaron allí, descubrieron que todo había sido una broma pesada del pastor, que se deshacía en risas por el suelo. Los aldeanos se enfadaron y decidieron volver a sus casas.

Cuando se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que se puso a repetirla. Y cuando vio a la gente suficientemente lejos, volvió a gritar:

- ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo!

La gente, volviendo a oír, empezó a correr a toda prisa, pensando que esta vez sí que se había presentado el lobo feroz, y que realmente el pastor necesitaba de su ayuda. Pero al llegar donde estaba el pastor, se lo encontraron por los suelos, riéndose de ver cómo los aldeanos habían vuelto a auxiliarlo. Esta vez los aldeanos se enfadaron aún más, y se marcharon terriblemente enfadados con la mala actitud del pastor, y se fueron enojados con aquella situación.

A la mañana siguiente, mientras el pastor pastaba con sus ovejas por el mismo lugar, aún se reía cuando recordaba lo que había ocurrido el día anterior, y no se sentía arrepentido de ninguna forma. Pero no se dio cuenta de que, esa misma mañana se le acercaba un lobo. Cuando se dio media vuelta y lo vio, el miedo le invadió el cuerpo. Al ver que el animal se le acercaba más y más, empezó a gritar desesperadamente:

- ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo! ¡Qué se va a devorar todas mis ovejas! ¡Auxilio!

Pero sus gritos han sido en vano. Ya era bastante tarde para convencer a los aldeanos de que lo que decía era verdad. Los aldeanos, habiendo aprendido de las mentiras del pastor, de esta vez hicieron oídos sordos.

¿Y lo qué ocurrió? Pues que el pastor vio como el lobo se abalanzaba sobre sus ovejas, mientras él intentaba pedir auxilio, una y otra vez:

- ¡Socorro, el lobo! ¡El lobo!

Pero los aldeanos siguieron sin hacerle caso, mientras el pastor vio como el lobo se comía unas cuantas ovejas y se llevaba otras tantas para la cena, sin poder hacer nada, absolutamente. Y fue así que el pastor reconoció que había sido muy injusto con la gente del pueblo, y aunque ya era tarde, se arrepintió profundamente, y nunca más volvió a burlarse ni a mentir a la gente.

Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.
Que sueñes bonito Mi Vida

jueves, 13 de enero de 2011

LAS TRES HIJAS DEL REY




     Érase un poderoso rey que tenía tres hermosas hijas, de las que estaba orgulloso, pero ninguna podía competir en encanto con la menor, a la que él amaba más que a ninguna. Las tres estaban prometidas con otros tantos príncipes y eran felices. Un día, sintiendo que las fuerzas le faltaban, el monarca convocó a toda la corte, sus hijas y sus prometidos.-Os he reunido porque me siento viejo y quisiera abdicar. He pensado dividir mi reino en tres partes, una para cada princesa. Yo viviré una temporada en casa de cada una de mis hijas, conservando a mi lado cien caballeros. Eso sí, no dividiré mi reino en tres partes iguales sino proporcionales al cariño que mis hijas sientan por mí. Se hizo un gran silencio. El rey preguntó a la mayor:- ¿Cuánto me quieres, hija mía?- Más que a mi propia vida, padre. Ven a vivir conmigo y yo te cuidaré.- Yo te quiero más que a nadie del mundo -dijo la segunda. La tercera, tímidamente y sin levantar los ojos del suelo, murmuró:- Te quiero como un hijo debe querer a un padre y te necesito como los alimentos necesitan la sal. El rey montó en cólera, porque estaba decepcionado.- Sólo eso? Pues bien, dividiré mi reino entre tus dos hermanas y tú no recibirás nada. En aquel mismo instante, el prometido de la menor de las princesas salió en silencio del salón para no volver; sin duda pensó que no le convenía novia tan pobre. Las dos princesas mayores afearon a la menor su conducta.-Yo no sé expresarme bien, pero amo a nuestro padre tanto como vosotras -se defendió la pequeña, con lágrimas en los ojos-. Y bien contentas podéis estar, pues ambicionabais un hermoso reino y vais a poseerlo. Las mayores se reían de ella y el rey, apesadumbrado, la expulsó de palacio porque su vista le hacía daño. La princesa, sorbiéndose las lágrimas, se fue sin llevar más que lo que el monarca le había autorizado: un vestido para diario, otro de fiesta y su traje de boda. Y así empezó a caminar por el mundo. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un lago junto al que se balanceaban los juncos. El lago le devolvió su imagen, demasiado suntuosa para ser una mendiga. Entonces pensó hacerse un traje de juncos y cubrir con él su vestido palaciego. También se hizo una gorra del mismo material que ocultaba sus radiantes cabellos rubios y la belleza de su rostro. A partir de entonces, todos cuantos la veían la llamaban "Gorra de Junco".Andando sin parar, acabó en las tierras del príncipe que fue su prometido. Allí supo que el anciano monarca acababa de morir y que su hijo se había convertido en rey. Y supo asimismo que el joven soberano estaba buscando esposa y que daba suntuosas fiestas amenizadas por la música de los mejores trovadores. La princesa vestida de junco lloró. Pero supo esconder sus lágrimas y su dolor. Como no quería mendigar el sustento, fue a encontrar a la cocinera del rey y le dijo:
-He sabido que tienes mucho trabajo con tanta fiesta y tanto invitado. ¿No podrías tomarme a tu servicio?
La mujer estudió con desagrado a la muchacha vestida de juncos. Parecía un adefesio...
-La verdad es que tengo mucho trabajo. Pero si no vales te despediré, con que procura andar lista. En lo sucesivo, nunca se quejó, por duro que fuera el trabajo. Además, no recibía jornal alguno y no tenía derecho más que a las sobras de la comida. Pero de vez en cuando podía ver de lejos al rey, su antiguo prometido cuando salía de cacería y sólo con ello se sentía más feliz y cobraba alientos para soportar las humillaciones. Sucedió que el poderoso rey había dejado de serlo, porque ya había repartido el reino entre sus dos hijas mayores. Con sus cien caballeros, se dirigió a casa de su hija mayor, que le salió al encuentro, diciendo:
-Me alegro de verte, padre. Pero traes demasiada gente y supongo que con cincuenta caballeros tendrías bastante.
-¿Cómo? exclamó él encolerizado-. ¿Te he regalado un reino y te duele albergar a mis caballeros? Me iré a vivir con tu hermana. La segunda de sus hijas le recibió con cariño y oyó sus quejas. Luego le dijo:-Vamos, vamos, padre; no debes ponerte así, pues mi hermana tiene razón. ¿Para qué quieres tantos caballeros? Deberías despedirlos a todos. Tú puedes quedarte, pero no estoy por cargar con toda esa tropa.-Conque esas tenemos? Ahora mismo me vuelvo a casa de tu hermana. Al menos ella, admitía a cincuenta de mis hombres. Eres una desagradecida. El anciano, despidiendo a la mitad de su guardia, regresó al reino de la mayor con el resto. Pero como viajaba muy despacio a causa de sus años, su hija segunda envió un emisario a su hermana, haciéndole saber lo ocurrido. Así que ésta, alertada, ordenó cerrar las puertas de palacio y el guardia de la torre dijo desde lo alto:
- iMarchaos en buena hora! Mi señora no quiere recibiros.

El viejo monarca, con la tristeza en alma, despidió a sus caballeros y comonada tenía, se vio en la necesidad de vender su caballo. Después, vagando por el bosque, encontró una choza abandonada y se quedó a vivir en ella. Un día que Gorro de Junco recorría el bosque en busca de setas para la comida del soberano, divisó a su padre sentado en la puerta de la choza. El corazón le dio un vuelco. ¡Que pena, verle en aquel estado! El rey no la reconoció, quizá por su vestido y gorra de juncos y porque había perdido mucha vista.-Buenos días, señor -dijo ella-. Es que vivís aquí solo?-Quién iba a querer cuidar de un pobre viejo? -replicó el rey con amargura.-Mucha gente -dijo la muchacha-. Y si necesitáis algo decídmelo. En un momento le limpió la choza, le hizo la cama y aderezó su pobre comida.-Eres una buena muchacha -le dijo el rey. La joven iba a ver a su padre todos los domingos y siempre que tenía un rato libre, pero sin darse a conocer. Y también le llevaba cuanta comida podía conseguir en las cocinas reales. De este modo hizo menos dura la vida del anciano. En palacio iba a celebrarse un gran baile. La cocinera dijo que el personal tenía autorización para asistir.-Pero tú, Gorra de Junco, no puedes presentarte con esa facha, así que cuida de la cocina -añadió. En cuanto se marcharon todos, la joven se apresuró a quitarse el disfraz de juncos y con el vestido que usaba a diario cuando era princesa, que era muy hermoso, y sus lindos cabellos bien peinados, hizo su aparición en el salón. Todos se quedaron mirando a la bellísima criatura. El rey, disculpándose con las princesas que estaban a su lado, fue a su encuentro y le pidió:-Quieres bailar conmigo, bella desconocida?
Ni siquiera había reconocido a su antigua prometida. Cierto que había pasado algún tiempo y ella se había convertido en una joven espléndida. Bailaron un vals y luego ella, temiendo ser descubierta, escapó en cuanto tuvo ocasión, yendo a esconderse a su habitación. Pero era feliz, pues había estado junto al joven a quien seguía amando. Al día siguiente del baile en palacio, la cocinera no hacía más que hablar de la hermosa desconocida y de la admiración que le había demostrado el soberano. Este, quizá con la idea de ver a la linda joven, dio un segundo baile y la  princesa, con su vestido de fiesta, todavía más deslumbrante que la vez anterior, apareció en el salón y el monarca no bailó más que con ella. Las princesas asistentes, fruncían el ceño. También esta vez la princesita pudo escapar sin ser vista. A la mañana siguiente, el jefe de cocina amonestó a la cocinera.-Al rey no le ha gustado el desayuno que has preparado. Si vuelve a suceder, te despediré. De nuevo el monarca dio otra fiesta. Gorra de Junco, esta vez con su vestido de boda de princesa, acudió a ella. Estaba tan hermosa que todos la miraban. El rey le dijo:-Eres la muchacha más bonita que he conocido y también la más dulce. Te suplico que no te escapes y te cases conmigo. La muchacha sonreía, sonreía siempre, pero pudo huir en un descuido del monarca. Este estaba tan desconsolado que en los días siguientes apenas probaba la comida. Una mañana en que ninguno se atrevía a preparar el desayuno real, pues nadie complacía al soberano, la cocinera ordenó a Gorra de Junco que lo preparase ella, para librarse así de los problemas. La muchacha puso sobre la mermelada su anillo de prometida, el que un día le regalara el joven príncipe. El príncipe al verlo, exclamó:
-jQue venga la cocinera! La mujer se presentó muerta de miedo y aseguró que ella no tuvo parte en la confección del desayuno, sino una muchacha llamada Gorra de Junco. El monarca la llamó a su presencia. Bajo el vestido de juncos llevaba su traje de novia.
-De dónde has sacado el anillo que estaba en mi plato?-Me lo regalaron.-Quién eres tú?
-Me llaman Gorra de Junco, señor. El soberano, que la estaba mirando con desconfianza, vio bajo los juncos un brillo similar al de la plata y los diamantes y exigió:-Déjame ver lo que llevas debajo. Ella se quitó lentamente el vestido de juncos y la gorra y apareció con el maravilloso vestido de bodas.
-Oh, querida mia! ¿Así que eras tú? No sé si podrás perdonarme. Pero como la princesa le amaba, le perdonó de todo corazón y se iniciaron los preparativos de las bodas. La princesa hizo llamar a su padre, que no sabía cómo disculparse con ella por lo ocurrido. El banquete fue realmente regio, pero la comida estaba completamente sosa y todo el mundo la dejaba en el plato. El rey, enfadado, hizo que acudiera el jefe de cocina.-Esto no se puede comer -protestó. La princesa entonces, mirando a su padre, ordenó que trajeran sal. Y el anciano rompió a llorar, pues en aquel momento comprendió cuánto le amaba su hija menor y lo mal que había sabido comprenderla. En cuanto a las otras dos ambiciosas princesas, riñeron entre sí y se produjo una guerra en la que murieron ellas y sus maridos. De tan triste circunstancia supo compensar al anciano monarca el cariño de su hija menor. 

Y Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito Mi Vida.

LA HILANDERA



     Había una vez un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que en cierta ocasión se encontró con el rey, y, como le gustaba darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras, le dijo:

-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro. 
-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba. 

     Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo:

-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás. 

     Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola. Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar. De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. 

-¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?
-¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo. 
-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti? 
-Mi collar -dijo la muchacha. 

     El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas! . con varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó hilada y todos los carretes llenos de oro. Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito. 

-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro? 
-Mi sortija -contestó la muchacha. 

     El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro. Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca. 

-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa. 

     Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo: 

-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro? -No me queda nada para darte -contestó la muchacha. 
-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo. 

     La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro. Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero. Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero. de repente, lo vio entrar en su cámara: 

-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo. La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo: 


-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo. 


     Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo. que el hombrecito se compadeció de ella. -Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre. te quedarás con el niño. La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía siempre: -¡No! Así no me llamo yo.


     Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes. -¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba? Pero él contestaba siempre: -¡No! Así no me llamo yo. Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:


-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba: Hoy tomo vino y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán. Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstikin adivinarán.


¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre! Poco después entró el hombrecito y dijo: -Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo? -¿Te llamarás Conrado? -empezó ella. -¡No! Así no me llamo yo. -¿Y Enrique? -¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante. Sonrió la reina y le dijo: -Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin? -¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y, furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura. Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos.


Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.




Que sueñes bonito Mi Vida.

lunes, 10 de enero de 2011

LA PRINCESA DE FUEGO


     Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.

     El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.

     Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola prensencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".

     Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días.

Y Colorin Colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito Mi Vida.

sábado, 8 de enero de 2011

LA PRINCESA SIN PALACIO


     Hubo una vez un reino en el que una antigua profecía hablaba de una princesa sin palacio. La profecía decía que una vez que aquella princesa encontrase su palacio, sería la reina más justa y sabia que hubiera existido nunca. Aquel reino tenía una familia real que vivió en su bello palacio durante generaciones, pero muchos años después, un gran terremoto destruyó el palacio real, y en la catástrofe fallecieron el rey y la reina, dejando solas a sus dos hijas, las princesas Nora y Sabina.

    Tras la desgracia, Nora comprendió que ella, la hermana mayor, posiblemente fuera la reina de la que hablaba la profecía, y acompañada de la joven Sabina, dedicó todos sus esfuerzo a encontrar su nuevo palacio. En sus muchos viajes conocieron a un viejo sabio, quien les entregó una vieja llave que debería abrir las puertas del palacio.
- No tengo ni idea de dónde estará el palacio- dijo el anciano-. Sólo se me ocurre que probéis la llave allá donde vayáis.

     Y Nora se llevó a su hermana de viaje probando aquella llave en todos los palacios que conocía. Cuando ya no quedaron palacios, pensó que igual sería alguna casa importante, pero tampoco entre ellas la encontró. Desanimada, perdió la esperanza de encontrar su palacio. Y llevaban tanto tiempo viajando y buscando, que nadie las echaba de menos; tampoco tenían dinero ni joyas, y cuando llegaron a una humilde aldea, tuvieron que dedicarse a vivir y trabajar el campo con aquellas gentes pobres y alegres, que sin saber de su realeza, las acogieron como a dos pobres huérfanas.

     Las hermanas vivieron algunos años en aquel lugar. Trabajaron mucho y supieron lo que eran el hambre y los problemas, pero todos las querían tanto que llegaron a sentirse muy felices, olvidando poco a poco su pasado real. Una noche, ordenando las cosas de Nora, Sabina encontró la antigua llave. Divertida, se la llevó a su hermana, quien nostálgica pensaba en el magnífico palacio que debía estar esperando en algún lugar.
- Igual queda algún pequeño bosque donde haya un palacio que no conocemos- dijo Nora, con un puntito de esperanza.
- Pues sabes lo que pienso -respondió la pequeña-. Que no necesito más para ser feliz. Estuvimos meses viajando solas de castillo en castillo para tener una vida de reinas, pero nunca he sido tan feliz como ahora, aunque no tengamos gran cosa. Si yo tuviera que elegir un palacio -continuó alegremente, mientras bailaba junto a la puerta- sería esta pequeña cabaña.- terminó divertida, al tiempo que con gesto solemne introducía la vieja llave en la puerta de la cabaña.

    Al momento, la habitación se llenó de luces y música, y de la vieja puerta comenzó a surgir un maravilloso palacio lleno de vida y color, transformando aquel lugar por completo, llenándolo de fuentes, jardines y animales que hicieron las delicias de todos en la aldea.

    Sólo la humilde puerta de la cabaña seguía siendo la misma, recordando así a todos cómo Sabina la Maravillosa, que así llamaron a su sabia reina, había encontrado en una vida humilde la puerta de la felicidad no sólo para ella, sino para todos los habitantes de aquel país.


Y Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito Mi Vida.

jueves, 6 de enero de 2011

Las princesas del lago


     Había una vez dos bellas princesas que siendo aún pequeñas, habían sido raptadas por un rey enemigo. Éste había ordenado llevarlas a un lago perdido, y abandonarlas en una pequeña isla, donde permanecerían para siempre custodiadas por un terrible monstruo marino.

     Sólo cuando el malvado rey y su corte de brujos y adivinos fueron derrotados, pudieron en aquel país descubrir que en el destino estaba escrito que llegaría el día en que un valiente príncipe liberaría a las princesas de su encierro. Cuando el viento llevó la noticia a la isla, llenó de esperanza la vida de las princesas. La más pequeña, mucho más bella y dulce que su hermana, esperaba pacientemente a su enamorado, moldeando pequeños adornos de flores y barro, y cantando canciones de amor. La mayor, sin embargo, no se sentía a gusto esperando sin más. "Algo tendré que hacer para ayudar al príncipe a rescatarme. Que por lo menos sepa dónde estoy, o cómo es el monstruo que me vigila." Y decidida a facilitar el trabajo del príncipe, se dedicó a crear hogueras, construir torres, cavar túneles y mil cosas más. Pero el temible monstruo marino fastidiaba siempre sus planes.

     Con el paso del tiempo, la hermana mayor se sentía más incómoda. Sabía que el príncipe elegiría a la pequeña, así que no tenía mucho sentido seguir esperando. Desde entonces, la joven dedicó sus esfuerzos a tratar de escapar de la isla y del monstruo, sin preocuparse por si finalmente el príncipe aparecería para salvarla o no.

     Cada mañana preparaba un plan de huída diferente, que el gran monstruo siempre terminaba arruinando. Los intentos de fuga y las capturas se sucedían día tras día, y se convirtieron en una especie de juego de ingenio entre la princesa y su guardián. Cada intento de escapada era más original e ingenioso, y cada forma de descubrirlo más sutil y sorprendente. Ponían tanto empeño e imaginación en sus planes, que al acabar el juego pasaban horas comentando amistosamente cómo habían preparado su estrategia. Y al salir la luna, se despedían hasta el día siguiente y el monstruo volvía a las profundidades del lago.

     Un día, el monstruo despidió a la princesa diciendo:
- Mañana te dejaré marchar. Eres una joven lista y valiente. No mereces seguir atrapada.
Pero a la mañana siguiente la princesa no intentó escapar. Se quedó sentada junto a la orilla, esperando a que apareciera el monstruo.
- ¿Por qué no te has marchado?
- No quería dejarte aquí solo. Es verdad que das bastante miedo, y eres enorme, pero tú también eres listo y mereces algo más que vigilar princesas. ¿Por qué no vienes conmigo?
- No puedo- respondió con gran pena el monstruo-. No puedo separarme de la isla, pues a ella me ata una gran cadena. Tienes que irte sola.

     La joven se acercó a la horrible fiera y la abrazó con todas sus fuerzas. Tan fuerte lo hizo, que el animal explotó en mil pedazos. Y de entre tantos pedacitos, surgió un joven risueño y delgaducho, pero con esa misma mirada inteligente que tenía su amigo el monstruo.

     Así descubrieron las princesas a su príncipe salvador, quien había estado con ellas desde el principio, sin saber que para que pudiera salvarlas antes debían liberarlo a él. Algo que sólo había llegado a ocurrir gracias al ánimo y la actitud de la hermana mayor.

     Y el joven príncipe, que era listo, no tuvo ninguna duda para elegir con qué princesa casarse, dejando a la hermana pequeña con sus cantos, su belleza y su dulzura... y buscando algún príncipe tontorrón que quisiera a una chica con tan poca iniciativa.

Y Colorín Colorado, este cuento se ha acabado.

Que sueñes bonito Mi Vida